El otro día estaba esperando a una amiga en el aeropuerto y mientras esperaba y como no tenía mucho que hacer, miraba a la gente que iba saliendo por la puerta que tenía enfrente. Me sorprendí pensando que para ser un vuelo de quince horas el que estaba desembarcando, sólo las monjas, las musulmanas y los hombres parecían viajar cómodos. Las que no eran ni hombres, ni monjas ni musulmanas, excepto una exigua minoría, viajaban con altísimos tacones, embutidas en unas ropas estrechas que las constreñían, con pantalones ajustados o faldas cortísimas. Y, por supuesto, no tiene nada que ver con la moral que esgrime un alcalde italiano para prohibir todo eso, sino con la igualdad. Ellos cómodos, ellas no. Ellos con capacidad para salir corriendo a buscar un taxi, ellas con todos los movimientos constreñidos por la vestimenta; ellos siendo, simplemente, personas en una aeropuerto, personas a gusto con su cuerpo, olvidadas de sí mismas; ellas siendo mujeres –ante todo mujeres- en un aeropuerto, nada distendidas, conscientes de su cuerpo en todo momento.