Domingo por la tarde, después de una semana horrible de mucha tensión. Tumbada en el sillón de mi salón, mirando los árboles y pensando en lo mal que vivimos. A mi me gustan mucho los árboles. Sí, ya se que no hay nadie que odie a los árboles, pero es que a mi me gustan especialmente, reparo en ellos, los miro, me dan paz y alegría, soy consciente de cuándo hay árboles y cuándo no y qué tipo de árboles son. Vivo en un barrio lleno de árboles, en una calle llena de árboles. Desde el sillón de mi salón, si miro hacia la ventana, no veo más que el cielo y árboles. Veo cómo cambian según la estación, los veo cambiar de color y de aspecto, llenarse de hojas o frutos (tengo un níspero y una higuera justo debajo) o quedarse con las ramas peladas. Luego, en cuanto llega la primavera, me encanta ver como esas ramas desnudas se van llenando de unas pequeñas yemas verdes que lo terminan cubriendo por completo. Cuando estoy tumbada en el sillón tapada con una manta, ahora en otoño o en invierno, miro a la ventana, veo caer las hojas y puedo quedarme horas mirando; cuando llueve veo cómo las hojas brillan y veo también el agua deslizarse sobre ellas; de noche la visión de los árboles iluminados en primer plano, con nada más que la oscuridad detrás, me parece un paisaje casi mágico, un privilegio.