Envejecer es difícil, lo puedo asegurar. Y para las mujeres lo es mucho más. No es difícil sólo por lo que la vejez significa en términos de acortamiento del tiempo vital y los miedos que esto trae consigo; ni por lo que significa en términos meramente físicos, de salud, de energía, de capacidad. Es difícil porque para las mujeres no hay un espacio social que podamos habitar en estos años excepto aquel que se construye como lucha contra la edad. Y ese es un espacio de negación, y no se puede estar bien en un espacio de negación de nosotras mismas.
El único espacio social que se nos propone a las mujeres al envejecer es el de la lucha contra la vejez a través del consumo. Para no ser desterradas completamente a un limbo oscuro, para tener acceso a los espacios públicos, para que nuestra voz no sea completamente acallada lo que se propone a las mujeres es que intenten parecer siempre más jóvenes. Digamos que asumir esa lucha es lo que impedirá la expulsión al ostracismo social. Por eso, y en contra de lo que pudiera pensarse, a medida que envejecemos las mujeres asumen que tienen que maquillarse, gastar dinero en cremas y en tratamientos, ocultar lo más posible los signos de la edad. Incluso cuando una cree estar por encima de eso, no lo está. Nadie está nunca totalmente por encima de las normatividades establecidas, especialmente de las físicas, que son la tarjeta de presentación en sociedad.
En el caso de las mujeres, ya sabemos, se juntan dos cuestiones. La que tiene que ver con el desprecio que esta sociedad siente por la vejez en general, por aquellos que son definidos en la sociedad neoliberal como personas que no producen nada excepto gasto. Y por la otra está la cuestión de la autoestima vinculada a la valoración patriarcal, lo que significa no tanto ser más o menos guapa (que eso cuenta especialmente, o únicamente, en la juventud) sino, sobre todo, mantener un aspecto femenino normativo, lo que se llama «no parecer una dejada». Este ser «no dejada» supone presentar un aspecto no real; no presentar nunca el aspecto que tendríamos si, efectivamente, nos dejáramos estar tranquilamente: arrugas, ojeras, rojeces, canas…lo normal.
Si bien casi todas las mujeres se someten a unas u otras maneras de valoración a través de la mirada patriarcal es verdad que cuando una es joven puede permitirse ser (o parecer) natural. Cada poco tiempo vemos a modelos o actrices muy jóvenes hacerse fotos «recién levantadas». Aunque la mayoría de esas fotos están trucadas y sólo se trata de un maquillaje que simula naturalidad, lo cierto es que siendo joven dicha naturalidad puede ser incluso un valor. En la vejez no se trata de estar deseable, sino de amoldarse de manera estricta -más estricta que nunca- a esa norma que exige «cuidarse»; es decir, intentar parecer más joven. Apenas tenemos referentes de mujeres que envejezcan públicamente sin tratar de ofrecer un aspecto irreal de sí mismas. Y, por supuesto, no es sólo el aspecto físico, sino que si las mujeres siempre luchamos por ser escuchadas, vistas, valoradas, creídas, si luchamos siempre contra el silencio y el ostracismo impuestos, con los años todo eso se hace aun más difícil.
Necesitamos habitar y hacer nuestros todos los años de nuestras vidas, todos. No necesitamos consumir, ni necesitamos luchar contra las arrugas o las canas, necesitamos espacios de vida plena y de esperanza; necesitamos construir espacios propios para habitar el tiempo que nos queda por delante, que puede ser mucho y que puede ser fructífero. Tenemos que aprender unas de otras y apoyarnos para hacer feminismo también en estos años y tenemos que sacar partido de los años de lucha y de aprendizajes que muchas tenemos detrás. Seguir aprendiendo, seguir compartiendo, no resignarse.
Y todo esto viene a cuento de esta magnífica entrevista a Gabriela Cerruti que da para pensar mucho: Página 12