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Diferencia y discapacidad

Como han hecho notar muchos investigadores la homosexualidad y la discapacidad, especialmente la sordera, tienen muchas cosas en común. Comparten una historia de persecución. A las personas que nacían con una discapacidad se las convertía en culpables; en muchas culturas, la discapacidad  era considerada signo de pecado, pecado de los padres, de uno mismo, pecado en esta vida o en otra anterior; signo, en todo caso, de algo oscuro y pernicioso. No han sido pocos los que lo han pagado con su vida su diferencia. Después, la discapacidad fue considerada una enfermedad, al igual que la homosexualidad. Las personas con discapacidad fueron internadas en hospitales y asilos de por vida. Pero mientras que los homosexuales conseguimos organizarnos y dar  cauce político a nuestra reivindicación fundamental a la igualdad, las personas con discapacidad estamos lejos de poder hacer lo mismo con nuestra diversidad funcional. Porque los prejuicios que se asocian a la discapacidad están más vivos que nunca.

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El glamour y las imágenes de las mujeres

A pesar de que no me parezco en nada a Greta Garbo (Boris insiste), no tengo ni pizca de glamour y debo vestir fatal, amen de cuidar poquísimo mi maquillaje, sí que tengo algo que puede compensar todas esas inconveniencias que hacen que mi persona lesbiana resulte tan poco interesante: leo el «Hola». Y sí, antes me daba vergüenza admitirlo, pero ahora necesito decirlo para que se me perdone todo lo anterior. Leo el «Hola» casi como si fuera Isabel Preysler, aunque ya sé que el hábito no hace al monje y ni con el «Hola» en la mesilla le llegaré yo a ese símbolo de la feminidad y del buen gusto ni a la suela de los zapatos, especialmente si los zapatos son de tacón. Leo el «Hola» y disfruto, aunque lo malo mío es que ni siquiera leyéndolo puedo convertirme en la lesbiana-mujer que debo ser y el «Hola» me genera unos pensamientos que deben ser lo contrario de tener estilo y buen gusto. No puedo evitarlo.

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La mirada masculina

Hace poco alguien de COGAM me comentó que  las mujeres del grupo de Lesbianas éramos, la mayoría muy feas. Y aunque ese es un comentario que las lesbianas escuchamos habitualmente, el hecho de que esta vez proviniera de un gay hizo que le prestara un poco más de atención. Esa misma tarde observé atentamente a las mujeres que nos habíamos reunido para la actividad habitual de los viernes y me dije que no tendría problema en reconocer que, más allá del tópico, muchas de nosotras resultaríamos poco atractivas para la mayoría de los hombres, tanto gays como no gays que en esto, al parecer, su mirada es exactamente la misma.