Hace poco alguien de COGAM me comentó que las mujeres del grupo de Lesbianas éramos, la mayoría muy feas. Y aunque ese es un comentario que las lesbianas escuchamos habitualmente, el hecho de que esta vez proviniera de un gay hizo que le prestara un poco más de atención. Esa misma tarde observé atentamente a las mujeres que nos habíamos reunido para la actividad habitual de los viernes y me dije que no tendría problema en reconocer que, más allá del tópico, muchas de nosotras resultaríamos poco atractivas para la mayoría de los hombres, tanto gays como no gays que en esto, al parecer, su mirada es exactamente la misma.
Recordé que cuando inicié mi vida de lesbiana activa, después de una bastante promiscua vida heterosexual, una de las mayores satisfacciones, una de las primeras y más primarias en todo caso, fue la de sentirme liberada de la mirada masculina. Una mirada que durante toda la historia ha reprimido y constreñido el cuerpo de las mujeres, que lo ha esculpido a su gusto sin tener en cuenta nuestras necesidades, nuestra comodidad ni nuestro sufrimiento, y que después de efectuar esa operación ideológica ha juzgado a todas las mujeres por su adecuación o no a ese ideal creado por ellos. Y recordemos que este juicio no ha sido algo para tomar a la ligera, sino algo que determinaba enteramente nuestras vidas. Tradicionalmente, (y todavía de plena actualidad en este momento) ser deseable para los hombres lo ha sido todo para nosotras. Adecuarse al ideal de mujer imaginado por ellos sigue siendo absolutamente necesario, incluso para las lesbianas. Porque no se trata de resultar deseable para un hombre determinado o para muchos, sino que a lo que hemos tenido que adecuarnos ha sido a una determinada imagen que se nos ha propuesto de manera normativa, esto es, obligatoria. Así, a lo largo de la historia nos han imaginado gordas, delgadas hasta llegar a la enfermedad, pálidas y enfermizas, con pechos grandes o pequeños, con cinturas que no son reales, que ninguna mujer puede tener y para conseguir las cuales eran necesarios esos instrumentos de tortura llamados corsés; con los pies pequeños, mutilados de las chinas, con los cuellos estirados de las mujeres jirafa, con los andares insinuantes de las modelos para los que hay que subirse a unos tacones que deforman la columna y los pies, que nos impiden correr y movernos cómoda y seguramente, que nos hacen muy vulnerables.
El “cuerpo escultural” del que hablan las revistas, las novelas románticas, que muestran las películas y que sólo poseen algunas privilegiadas es precisamente eso, un cuerpo esculpido a base de dinero y sufrimiento. No es nuestro cuerpo, no es el cuerpo de ninguna mujer real, así no son los cuerpos de las mujeres. La celulitis que se combate a muerte (combate que sólo en EE.UU provoca muchas muertes al año) es un carácter sexual secundario femenino que a partir de los veinticinco años aparece en casi todas nosotras; los pechos se llenan de silicona cuyos efectos secundarios se desconocen hasta superar con mucho el peso que una columna vertebral normal puede soportar. Pero lo peor es que, cuando por fin conseguimos medio gustarnos y hemos gastado una ingente cantidad de dinero y superado a duras penas muchos complejos, entonces la moda cambia y hay que someterse a otra operación para quitarse la silicona; los labios que se llevaban finos, ahora se llevan gruesos y hay que engordarlos, luego habrá que adelgazarlos. Nos sometemos a dietas interminables, a regímenes alimentarios que nos llevan a la enfermedad y, en algunos casos a la muerte; compramos cremas carísimas; pagamos un tratamientos para cada parte de nuestro siempre imperfecto cuerpo. Y todo eso cuesta dinero, cuesta mucha autoestima y cuesta operaciones dolorosas y en ningún caso inocuas. Y el mensaje es siempre el mismo: siempre somos imperfectas, en nosotras siempre hay algo que está mal. Hagamos lo que hagamos seguimos encontrando que nuestra imagen, nuestro cuerpo, que es como decir nosotras mismas, no es como debiera ser. Según un reciente estudio británico el 85% de las mujeres inglesas están descontentas con su cuerpo.
La imagen que se nos propone, como dije antes, no es algo que pueda o no elegirse, es normativa y disentir constituye un desafío que afecta de manera muy importante a nuestra vida cotidiana y que muy pocas de nosotras estamos en condiciones de enfrentar. Aunque parezca de broma pensemos por un momento en una mujer peluda que no se depilara las piernas y que pretendiera ir con falda a trabajar, o en una mujer que se rapara la cabeza. Todas nosotras sabemos que tendría serios problemas y que, en muchos trabajos, esa imagen sería imposible de mantener, literalmente causa de despido. Pero es que las mujeres no somos seres lampiños, no tenemos esa piel permanentemente tersa que tienen las modelos, tenemos celulitis y tenemos tripa de la misma manera que tenemos pechos y las caderas anchas. Pero sobre todo, supremo pecado para las mujeres, cumplimos años. Cumplimos años y continuamos siendo seres sexuales, privilegio éste que a las mujeres heterosexuales les está negado. Mis amigas no lesbianas coinciden en afirmar que, una vez pasada la frontera de los cuarenta, todas han sentido que se han vuelto invisibles para los hombres. Nosotras sabemos que la edad entre las lesbianas no es un factor tan determinante a la hora de emprender relaciones sexuales y afectivas como ocurre entre los gays y como lo sufren las mujeres heterosexuales.
Reconozco que la primera medida que tomé cuando me desentendí completamente de que los hombres me encontraran o no atractiva fue la de dejarme crecer el pelo en las axilas, en las piernas y en la zona genital, cuya depilación, a la que me obligaba la moda de los bañadores altos de pierna, era una auténtica tortura digna de una película de nazis. Después no me asombré cuando empecé a conocer a lesbianas que, al desnudarse, tenían los mismos pelos que yo y en los mismos lugares. Cierto que después, para algunas cosas, he claudicado. Como dije antes, disentir no es fácil y hay muchos factores que todas nosotras tenemos que tener en cuenta, incluido, por supuesto, que no somos inmunes a las modas y a la estética que a todos y a todas se nos impone. Pero sí es cierto que las lesbianas somos más libres ante esa mirada que pretende convertir a mujeres de carne y hueso en muñecas a la moda. La mirada es cambiante, como la historia demuestra y las mujeres, lesbianas o no, tenemos ante nosotras el desafío de crear nuestra propia imagen; una imagen a la medida de las mujeres reales, una imagen en la que la mayoría pueda reconocerse, sentirse cómoda, sentirse, en definitiva, porque de eso se trata, más feliz.