Aunque no comprendo que una lesbiana pueda no ser feminista –entre otras cosas porque si no se garantizan los derechos de las mujeres ni siquiera habría lesbianas- cada vez entiendo mejor a esas lesbianas que dicen que no son mujeres (desde Monique Wittig hasta muchas amigas mías).
El feminismo de la segunda ola, el institucional, ese que está compuesto por mujeres que hoy andarán en torno a las 50, está lleno de lesbofobia. Y eso aun cuando muchas de esas mujeres son lesbianas. Son lesbianas muchas activistas feministas de esa época, muchas de ellas con cargos institucionales, son lesbianas muchas mujeres que ostentan cargos representativos y que se declaran feministas, son lesbianas muchas profesoras de universidad que tratan temas de género, pero evitan todo lo que tenga que ver con la orientación sexual.
Pocas de ellas han dado el paso de salir de ese armario de cristal en el que creen que se esconden pero en el que todas las conocemos porque aquí nos conocemos todas. La igualdad no consiste sólo en disfrutar de las mismas leyes, la igualdad es también igualdad simbólica, igualdad en la legitimación y de eso andamos aun escasas las lesbianas.
Por eso existe aun la desigualdad, por eso es todavía posible que se discrimine a una mujer por ser lesbiana y por eso es verdad que muchas mujeres no pueden permitirse el lujo de salir del armario, porque el precio sería muy alto. Y precisamente por eso las que pueden hacerlo porque no sufrirían graves perjuicios tienen el imperativo ético de hacerlo; un imperativo que las obliga especialmente si son feministas.
Pero no lo hacen. No lo hacen porque piensan que tienen más que perder que que ganar si salen del armario. Y es cierto que algo perderán: perderán “respetabilidad”, una respetabilidad que se ha utilizado desde siempre para oprimir a las mujeres. Obviamente que todavía existe cierto perjuicio al declararse lesbiana, en cualquier ámbito. De no ser así, si diera lo mismo serlo que no serlo, no existiría la discriminación.
Pero en muchas ocasiones esa respetabilidad es lo único que muchas mujeres tienen que perder; una respetabilidad otorgada, además, por la parte más conservadora y homófoba de la sociedad. En una situación en la que muchas mujeres son asesinadas en el mundo, despedidas de sus trabajos, violadas, apaleadas o encarceladas por ser lesbianas, poder salir del armario y no hacerlo es un lujo que no podemos permitirnos. Y menos que nadie las que nos consideramos feministas, porque se supone que el feminismo es un ideal de igualdad y de justicia.
Así que muchas lesbianas feministas estamos más que hartas de encontrarnos con esas feministas que son lesbianas armarizadas. Por eso, si ellas no son lesbianas, nosotras no somos mujeres.
Es cierto que la mayoría de las jóvenes ya no son así y que no se plantean siquiera salir del armario porque nunca han estado dentro. Pero también es cierto que la mayoría de estas jóvenes lesbianas se sienten infinitamente lejanas del feminismo institucional y estos días he comprobado que les da igual el aborto, el permiso de maternidad (y no digamos ya el de paternidad), la prostitución o cualquier debate en el que esté empañado ahora el feminismo. Yo no comparto esa actitud pero, la verdad, la entiendo
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