El jueves pasado, mientras esperaba que llegara mi serie favorita de televisión, Anatomía de Grey y andaba zapeando, me encontré con un programa que me dejó durante un rato en estado de shock. Tal era mi fascinación que me tuvo enganchada un buen rato y me perdí media hora de la serie; no obstante mereció la pena. El programa en cuestión es un reality en el que meten a un empresario rico en la casa de un pobre. Así como suena. Y la gracia supongo que está en ver lo mal que lo pasan los ricos teniendo que vivir, durante un rato, como viven los pobres. Pero no sólo eso, claro, sino que el programa también tiene una muy loable voluntad pedagógica que sirve para desmontar estereotipos malintencionados; aquí se aprende que los empresarios tienen su corazoncito y que los pobres pueden, en medio de su pobreza, ser felices. Además, para que nadie se vaya a la cama de mal humor la cosa termina bien: el empresario rico, echo un mar de lágrimas, regala miles de euros al pobre que le ha tocado en suerte, y todos contentos. Para los pobres es como que te toque la lotería y para los empresarios una oportunidad de sacar tu lado más humano a pasear. Precioso.
Lo primero que pude comprobar es que para ser empresario y salir en este programa hay que pasar un casting de llorones, nada de empresarios sin escrúpulos. Los dos que vi no paraban de llorar, eran lo que se dice unos tipos sensibles. Eran unos empresarios buenísimos y eso que eran sometidos a pruebas terroríficas, casas sin calefacción, familias apiñadas en pocos metros, vidas sin esperanzas, desempleo, drogadicción, en fin, las cosas de la vida. Al contrario que los empresarios, los pobres del programa en lugar de llorar estaban siempre de muy buen humor y cantaban, bailaban y se reían a las primeras de cambio. Tanto es así que en más de una ocasión llegué a pensar que estaba viendo una comedia musical y que de un momento a otro iba a aparecer Julie Andrews bailando algo; pero no, la cosa iba en serio. Los pobres de este programa son felicísimos y no como los de mi barrio, que parecen estar siempre cabreados. Y no sólo felices sino también buenos, educados, agradables… unos encantos de personas a los que, efectivamente, daban ganas de entregar desde el principio miles de euros; o más.
Los empresarios no salían de su asombro, entre lágrima y lágrima, al ver cómo viven esos otros que no son empresarios de éxito. Tanto es así que uno de ellos, al enterarse de que hay gente que no tiene donde dormir, exclamaba en el colmo de su asombro: “¡Madre mía!”. Madre mía, sí. A mí me pareció todo un grito revolucionario que propongo que se adopte en futuras acciones redistributivas: madre mía. Es que él no lo podía creer, madre mía, gente sin casa, madre mía. Pero la cosa no era triste en absoluto, no vayáis a creer, ya lo he dicho. Los pobres eran felices. Sólo se les escapaba alguna lagrimita al final, cuando les entregaban el sobre con los euros.
Publicado en: El plural