Hoy, 14 de abril, rescato aquí un texto que escribí para el prólogo del libro de Isabella Lorusso «Mujeres libres» publicado por La Tempestad en 2013
Las mujeres españolas que militaron tanto en el POUM como en el anarquismo de los años treinta tienen mucho que contarnos. Si alguien rompió barreras que parecían de hierro forjado, si alguien en aquellos años vertiginosos militó en la revolución, también en la revolución interior, fueron ellas. Ellas fueron activistas de una revolución mucho más profunda que aquella en la que militaban sus compañeros obreros. Ellas eran también obreras, pero estaban destinadas as ser novias, esposas y madres, a acudir a la iglesia, a cuidar de su casa y de sus familias. Y, sin embargo, se rebelaron radicalmente, se deconstruyeron y volvieron a construirse para ser capaces de enfrentarse, no sólo a los patronos o la iglesia como sus compañeros de lucha, sino también -y siempre resulta doloroso- a sus propias familias. Tuvieron que hacer dos revoluciones…o muchas más.
Para que nos hagamos una idea de la importancia que llegaron a tener las organizaciones de mujeres en los años del Frente Popular basta decir que la organización anarquista Mujeres Libres llegó a contar con casi veintinueve mil militantes en un momento en el que el Partico Comunista tenía veinticinco mil. Estas activistas, anarquistas y comunistas, tuvieron primero que cambiarse a sí mismas, liberarse del yugo familiar, del yugo de una educación católica especialmente represiva con las mujeres y del yugo de una cultura tradicional. Lo hicieron aprendiendo a leer por su cuenta, aprovechando cada minuto libre del día para formarse, para ir a clase después de salir de agotadoras jornadas en la fábrica, para acudir a debates políticos en los que tenían que desaprender tanta impotencia aprendida como mujeres. Tenían hambre de aprendizaje. Se formaron y enseguida se organizaron políticamente; después fueron al frente, estuvieron en las cárceles franquistas y en los campos de concentración franceses, fueron al exilio mexicano, vivieron vidas extraordinarias para las mujeres de su época, tan diferentes en cualquier caso de las que se vieron obligadas a vivir las españolas que se quedaron aquí, donde el franquismo lo cubrió todo de gris. Se suele hablar de lo que supuso el franquismo en términos de derechos políticos, pero pocas veces se habla de lo que supuso para esas mujeres, convertidas en sombras por el régimen, a las que se les expropió su propia vida.
Las mujeres republicanas lucharon por sus vidas y finalmente perdieron, pero antes de la derrota vivieron un momento luminoso. Un instante que una de ellas explica así: “Es como cuando llega la primavera y los árboles están esperando para explotar . ¿sabes? Y cuando abren las hojas dicen: “¡Ah, ya estoy aquí!”. La historia de los militantes revolucionarios de los primeros años treinta del siglo XX en España nos muestra cómo de luminosa llegó a ser la esperanza de los oprimidos y todo lo que pusieron en juego para conseguir las vidas dignas que siempre les habían sido negadas, lucharon por su patria, y después extendieron su lucha contra el fascismo por toda Europa. Pero esa historia ya se ha contado. La que no se ha contado es la historia de las luchadoras. Por eso, cuando leemos o escuchamos sus testimonios, no podemos sino sobrecogernos al comprobar lo absolutamente actuales que son sus voces. Emocionan y sorprenden las palabras de ancianas de más de ochenta años porque suenan exactamente igual que mucho de lo que nosotras, mucho más jóvenes, diríamos. Y también nos confirman que hay cuestiones en las que las mujeres parecemos estar siempre en el punto de partida.
Ellas, como nosotras, tenían dos batallas que librar: una de ellas en su propia casa. María Suceso Portales cuenta algo que conocemos muy buen las mujeres de hoy en día, las que militamos en partidos, sindicatos o incluso en los movimientos sociales: “Te podrá parecer raro pero muchos compañeros, también de tradición anárquica, no solo no nos apoyaron, sino que incluso llegaron a obstaculizar nuestro recorrido político. No lograron entender por qué nos reuníamos solo entre mujeres y a ellos no los necesitábamos. Creyeron que estábamos dividiendo el movimiento anarquista, que no entendíamos quien era nuestro verdadero enemigo. Quisieron enseñarnos a hacer política justo en el momento en el que nosotras, allí, nos dimos la posibilidad de elegir y construir nuestro futuro”.
Todas ellas exponen el peso que supone tener que llevar esta doble lucha, tener que estar en dos frentes de batalla, tener la necesidad de hacer no una, sino dos, revoluciones: la pública y la privada. En ese sentido, las palabras de Manola Rodríguez, una mujer nacida en 1917, también resultan absolutamente actuales: “Era curioso ver cómo estos compañeros que querían cambiar el mundo, en la práctica, no querían, ni siquiera mínimamente, cuestionar su vida privada”. Y Eva García reafirma: “Los compañeros caen siempre en esa contradicción. Pueden decir lo que quieran del sistema capitalista; que es injusto, cruel, mezquino…pero a ellos el sistema patriarcal les hace brillar los ojos, pues los coloca en una posición de privilegio a la cual obviamente no quieren renunciar”. Manola se permite, con razón, advertir a las mujeres de ahora: “Deberían luchar por reivindicar sus derechos, que son muchos, porque no es verdad que ya no vivimos en una sociedad machista y patriarcal, como nos quieren hacer creer. En cada rincón del mundo, en cada casa, el hombre siempre es el dueño. Y es un dueño, aunque fuera de casa sea un explotado y un oprimido. Con respecto a “su” mujer o con respecto a las mujeres en general, él siempre tiene una relación de poder. Aquello que nosotras, mujeres, hemos de entender es que debemos organizarnos en una lucha feminista para reivindicar nuestros derechos. Los hombres no nos concederán nunca nada que nosotras no consigamos con la lucha. Si somos mujeres y revolucionarias, debemos luchar dos veces. En las plazas podemos tenerles a nuestro lado, pero en casa debemos luchar contra ellos” ¡Y nos lo dice una mujer nacida en 1917! Resulta doloroso lo conocidas que suenan para cualquiera de nosotras esas palabras.
Sorprende también lo lejos que llegaron en algunas cuestiones. Educadas en una moral pública y privada mucho más represiva y desigual con las mujeres que la actual, ellas, sin embargo, fueran capaces de llegar casi al mismo punto en el que nos encontramos nosotras ahora. Atravesaron lo que parecían murallas de hormigón armados, las hicieron pedazos. Discutían de todo, de sexualidad, de prostitución…defendían una sexualidad gozosa para las mujeres, el amor libre, el aborto, la anticoncepción. Las palabras que aquí podemos escuchar, en noca de ancianos de más de noventa años, nos recuerdan de dónde venimos y dónde estamos. No deja de asombrarnos que sean las mismas luchas, que encontremos las mismas resistencias. Por ejemplo, sobre el aborto, dice Blanca Navarro: “Tienes que pensar que nosotras, las mujeres, nunca hemos necesitado ninguna ley para abortar. Ciertamente, esa ley sobre el aborto fue una gran conquista para el movimiento de las mujeres, fue un gran reconocimiento de nuestro papel social y político. La mujer no es una incubadora dispuesta a hacer hijos; la mujer era una miliciana, una combatiente, una rebelde”. Hoy, cuando ese derecho fundamental está siendo cuestionado en todo el mundo, no está de más escuchar sus palabras.
Porque ellas fueron quienes llevaron a su máxima radicalidad la revolución que consiste en cambiarse a sí mismas primero, a sus compañeros después y a través de esa transformación personal, cambiar el mundo. Ellos y ellas apostaron por un compromiso extremo, desde sus propias vidas a la calle, desde las fábricas a las escuelas, allí donde había una militante del POUM o anarquista, era la propia vida la que se ponía en juego.
Las mujeres cuyas voces nos llegan desde aquellos años no sólo estaban en la revolución de cambiarse a sí mismas y a sus compañeros, estaban también con la revolución que pretendió cambiar la correlación de fuerzas en la España de los años 30. Y cuando llegó la guerra quisieron mandar a las mujeres a casa, a cuidar, pero ellas ya habían probado lo que es la libertad y no quisieron irse. “Ellos pensaron: la guerra está aquí y hay problemas más graves que el problema de la mujer. No se dieron cuenta de que todo iba unido”. Ellas sí se habían enterado de que todo iba unido, de que es algo inseparable y pelearon por su libertad hasta el final.