Las cumbres sobre cambio climático pasan cada vez más inadvertidas ante la urgencia de lo inmediato y, en este momento, lo inmediato es la crisis económica que está asolando a los países ricos. Sin embargo, nada debería ser más urgente que la justicia ambiental, porque sin ella no hay futuro y porque sólo con el cambio a un nuevo modelo productivo, reproductivo y de consumo será posible el cambio que es necesario para asegurar el futuro del planeta y de la especie humana. Estamos haciendo lo contrario. El desastre climático que padecemos y que padeceremos más en el futuro, el agotamiento de los recursos naturales, la mercantilización de lo que debería ser de todos, será causa de injusticias aun más sangrantes que las que ya sufrimos; esas que, por afectar todavía a los más pobres del planeta, creemos que no nos llegarán a nosotros.
La crisis es una oportunidad para los ricos. Una oportunidad de hacer dinero y, sobre todo, de modificar las condiciones para hacer dinero, de modificar las relaciones establecidas hasta este momento entre empresarios y trabajadores, entre crecimiento y sostenibilidad etc. Si en el momento en que nos creímos ricos (nos hicieron creer que éramos ricos) la gente y los políticos llegaron a incorporar cierta preocupación medioambiental que a veces se limitaba al vocabulario, “crecimiento sostenible”, decían todos, así como a cierta legislación vagamente ecológica, parece que la crisis ha hecho saltar todo eso en pedazos, se acabaron las limitaciones. Ahora mismo no hay político, de izquierdas o de derechas, que no hable de crecimiento, aunque a veces todavía, se le pone detrás la palabra “sostenible”, lo que es, simplemente, una contradicción en sí mismo. No se puede crecer indefinidamente, no hay crecimiento material que se pueda “sostener” en el tiempo, así que si lo que buscamos es la justicia ambiental, no hay que crecer más, sino de otra manera y replantearnos la posibilidad de un cambio completo de modelo social. Ni la justicia ni el desarrollo se pueden seguir vinculando al crecimiento tal como lo entendemos. Hay que utilizar nuevos indicadores que midan el bienestar real de las personas y no indicadores económicos desligados de las vidas reales de la ciudadanía.
La reciente cumbre de Rio +20 lo que ha puesto sobre la mesa es que el capitalismo ha encontrado en la “economía verde” un nuevo nicho de negocio. Ya lo dijo Rajoy: ecologismo sólo si es viable económicamente. La llamada economía verde no es más que un nuevo eufemismo para no llamarle “negocio verde”, un nuevo concepto trampa del capitalismo especulativo. De lo que se trata, en definitiva, es de sentar las bases para crear un mercado mundial de servicios medioambientales. Se trata de abrir a la especulación los pocos recursos naturales que quedan y que aun son de todos: el agua del mar, de los ríos, el aire limpio, los bosques, la biodiversidad, las semillas etc. Frente a esta “economía verde” la Cumbre de los Pueblos, es decir, la sociedad civil, ha defendido en Río la justicia ambiental basada en la economía solidaria, es decir, la que defiende los bienes comunes de la humanidad que deben ser de propiedad colectiva; la que defiende también el concepto de decrecimiento, de consumo responsable o la que intenta redefinir la idea de “buen vivir” frente al crecimiento supuestamente ilimitado, que lo será sólo hasta que se agoten los recursos.
Además, sabemos también que sin igualdad de género no hay justicia ambiental que valga. Por una parte las mujeres son las más pobres entre los pobres y están siendo las primeras víctimas directas de los desastres naturales producidos por el cambio climático. Por otra parte porque el concepto fundamental de “soberanía alimentaria”, es decir, el control por parte de las diferentes comunidades de los alimentos que produce y consume, depende en una gran proporción de ellas, que son las que cultivan, las que recogen, las que transforman los alimentos, las que alimentan a las familias, las que conocen lo que significa el agotamiento de los cultivos, de los bosques, del agua. Pero también porque es completamente necesario que las mujeres controlen la natalidad, que tengan los hijos que puedan y quieran tener, que el aborto y los partos sean seguros, que puedan protegerse frente al VIH y las enfermedades de transmisión sexual y así también proteger a sus hijos e hijas. La defensa de los derechos reproductivos de las mujeres es una parte fundamental de cualquier ética y política medioambiental.
Como en cualquier foro internacional en el que se discuta sobre esto el Vaticano se ha negado a incluir ninguna mención a los derechos de las mujeres. La obsesión vaticana por los derechos reproductivos, por los derechos fundamentales de las mujeres, no tiene límites. Lo mismo da una cumbre medioambiental que un congreso de odontólogos, el esfuerzo de la iglesia es siempre el mismo y se centra en boicotear cualquier avance, por mínimo que sea, que abra la posibilidad de que los gobiernos asuman que las mujeres deben tener completo control sobre sus cuerpos. Resulta terrible que un falso estado antidemocrático, compuesto sólo por hombres, feudal y medieval, lleve años boicoteando cualquier avance en los derechos de las mujeres y que no haya habido nunca, por parte de los demás estados un intento de redefinir la presencia del Vaticano en los foros internacionales.