Parece que como en los viejos tiempos del aborto, la Iglesia llenará autobuses con los adolescentes a los que adoctrina en sus colegios confesionales que junto con sus madres y padres, acompados de curas y monjas, de incógnito o no, todos provistos de guitarras, que hace moderno, saldrán a la calle a protestar para impedir que a lesbianas y gays se les permita acceder al matrimonio. Recuerdo que cuando en España se libraba la batalla del divorcio, yo me sentía personalmente implicada porque mis padres estaban separados, así que eran de aquellos que esperaban beneficiarse de la nueva ley. Por eso yo seguía con temor aquellas manifestaciones porque temía que fueran efectivas y terminaran impidiendo que mis padres pudieran ser felices rehaciendo sus vidas con sus nuevas parejas. Recuerdo a aquellos adolescentes, la mayoría niñas, cantando junto con sus monjas, venidas de colegios de toda España, de pueblos en los que era imposible pensar en divorciarse y en donde el sexo era algo sucio de lo que jamás se hablaba. Me pregunto ahora cuántas de aquellas niñas terminarían recurriendo al aborto después mantener relaciones sexuales sin ninguna información; supongo que pocas, afortunadamente, supongo que la mayoría recurrirían a algún tipo de anticonceptivo para mantener relaciones sexuales sin peligro de embarazos nos deseados; me pregunto cuántas se casarían y cuántas de ellas se habrán divorciado, cuántas habrán vuelto a casarse (esta vez por lo civil) y cuántos de aquellos jóvenes habrán decidido formar familias sin necesidad de casarse, cuántos de ellos y de ellas habrán vivido su sexualidad en libertad y sin conciencia de pecado o de enfermedad; cuántas de ellas habrán decidido vivir la experiencia de la maternidad en solitario y felizmente. Me pregunto cuántas de aquellas personas, entonces muy jóvenes, habrán pasado por el trance de ver a una persona amada sufriendo insoportablemente y suplicando ayuda para morir y cuántos de entre ellos habrán suplicado a los médicos que les ayuden a cumplir con ese deseo. Me pregunto si alguno de los que entonces se manifestaban será de esos padres y madres que aparecen en la televisión con un hijo enfermo cuya vida depende de la investigación con células madre o de la clonación terapéutica y que piden al estado que autorice y agilice esas investigaciones.
Muchos de los adolescentes que la jerarquía católica va a meter ahora en sus autobuses para manifestarse y de paso conocer Madrid, sentirán por las noches que se están enamorando de alguien de su mismo sexo, sentirán mucho dolor y mucho miedo. Y llegará la mañana y no tendrán a quien decírselo, con quién compartir algo tan importante como el primer amor, el despertar del deseo. Muchos vivirán aterrados, escondidos, querrán morirse. Pero el dolor durará poco y enseguida comenzarán a vivirlo con más normalidad, amarán, tendrán relaciones sexuales, sufrirán y, finalmente, se emparejarán y querrán compartir un proyecto de vida y de futuro con la persona elegida. Algunos de ellos querrán casarse porque les será más cómodo, porque el matrimonio ofrece beneficios, porque les hace ilusión proclamar su amor a sus familiares y amigos. Y entonces, muchos de esos que estaban en la calle gritando y mostrándo su escándalo, pensando que el mundo se acaba porque los homosexuales quieren ser ciudadanos como los demás, dentro de unos años, cuando hayan construido sus vidas en libertad, mirarán hacia atrás con nostalgia y serán, seguramente, benévolos consigo mismos. Y ya entonces, si no lo hemos impedido, la Iglesia estará adoctrinando a otros niños para que se manifiesten y griten y se escandalicen porque otros pretenden disfrutar de lo que se les enseña que les pertenece en exclusiva.