Las compañeras de “Flor del guanto” me piden que escriba un artículo y acepto, pero enseguida me arrepiento. Me arrepiento cuando me siento delante del ordenador y pienso ¿qué les cuento? Porque me doy cuenta de que no puedo trasladar la experiencia de una lesbiana feminista española a las compañeras ecuatorianas. Me parece estar escribiendo desde otro planeta. A menudo se nos acusa a las feministas del primer mundo de escribir desde una determinada concepción del mundo: una concepción blanca, de clase media… Quienes hacen esas críticas tienen razón… a medias. Es cierto que nuestra visión del mundo es desde ahí, pero es que ese es el mundo que conocemos. Son las mujeres no blancas, que no provienen de la clase media, ni de países desarrollados las que tienen que incorporar sus experiencias al acerbo común. Por eso ahora me siento impotente. Vivo en una sociedad en la que el problema de la raza no existe (aún). La sociedad española es homogénea porque no hemos recibido migrantes hasta hace muy poco. De hecho, somos una sociedad tradicionalmente de emigrantes. Hasta hace quince años todos éramos iguales y el racismo nos parecía una cosa que afectaba a otros. Desde entonces, es cierto, hemos recibido cientos de miles de inmigrantes, muchos y muchas de Latinoamérica, especialmente de Perú y Ecuador, la mayoría de origen indígena. Pero la sociedad española, rica, desarrollada, orgullosa de sus cambios sociales, no se veía racista. Además, los inmigrantes hablaban español, no había problema. Hasta ahora. Ahora, la crisis nos golpea, el desempleo crece y ya hay voces que comienzan a quejarse de los extranjeros. Pero tendrá que pasar un tiempo hasta que el racismo se deje notar de manera general, hasta que existan estudios, hasta que los propios migrantes se organicen y tomen la palabra. Ese será el momento en que tendremos que enfrentarnos a la realidad. No hay sociedades no racistas.
El segundo problema al que me he enfrentado es similar. La sociedad en la que vivo es rica. Aquí no hay una gran masa de gente pobre, de campesinos u obreros. Aquí la inmensa mayoría de la ciudadanía conforma una gran clase media que disfruta de todas las comodidades y derechos: salud, educación, una renta mínima… Por ahora, la pobreza no es un problema social. Este es un estado del bienestar que ayuda a las personas que tienen dificultades, lo que hace que las personas extremadamente pobres sean pocas y poco visibles. El Estado aquí no es el enemigo, al contrario. En esta España quien tiene un trabajo pertenece a la clase media, quien lo pierde es ayudado hasta que encuentra otro. Hasta ahora no resultaba fácil desclasarse hacia la pobreza. Ahora las cosas están cambiando, el futuro puede no ser siquiera parecido. Pero habrá que esperar.
Y podría seguir enumerando lo que separa a nuestras sociedades: por ejemplo, la violencia, que aquí es excepcional. No existe violencia homófoba. Existe la homofobia y la lesbofobia, por supuesto, pero no es generalizada y tampoco se manifiesta de manera violenta. No hay crímenes por odio y las discriminaciones que puedan darse en el trabajo o en la vida cotidiana, que no son muy frecuentes, pueden combatirse con la ayuda de la ley y están desacreditadas socialmente. Si alguien sufre discriminación por ser lesbiana puede contar con que tiene a la ley y a la sociedad de su parte.
Con todo esto quiero decir que las discusiones acerca de la raza, la clase, la violencia, están relativamente ausentes de nuestras preocupaciones políticas y que, aunque es posible que esto no sea así en el futuro, por ahora me resulta difícil escribir algo que no parezca eurocéntrico, blanco y de clase media. Mis experiencias no son las vuestras y no puedo suplantarlas, me es difícil ponerme en el lugar de una lesbiana ecuatoriana, es más, no quiero hacerlo, sería falso. Dicho esto, ¿qué puedo deciros?… que a pesar de todo, las lesbianas, también aquí, sufrimos discriminación, que nos seguimos sintiendo ciudadanas de segunda, que sentimos que estamos en desigualdad, en una situación de desventaja respecto a la ciudadanía heterosexual por una parte, respecto a los gays, respecto a las feministas heterosexuales también… Que a pesar de estar en el mejor de los mundos posibles, sentimos que no tenemos sitio tampoco aquí, que nuestro lugar es un no lugar, que no tenemos compañeros ni compañeras que quieran hacer con nosotras el viaje. A veces me invade la tristeza, en otras ocasiones, la ira.
Los 70 y gran parte de los 80 fueron años de hermandad y solidaridad entre las mujeres: las lesbianas no concebíamos vernos fuera del Movimiento Feminista. Eran los años en los que cualquier mujer podía ser lesbiana y todas éramos hermanas; al fin y al cabo, todas habitábamos en la frontera. El feminismo era la casa común y, además, no teníamos otra. Pero de esa casa se nos expulsó. El feminismo, en Europa, en España de manera muy evidente, “tocó poder” (lo cual, por cierto, no me parece mal: el poder es el objetivo de cualquier movimiento político siempre que no se traicione a sí mismo) abandonó los márgenes y al hacerlo, descubrió que las lesbianas sobrábamos. El feminismo se instaló en el centro del Estado y esa nueva ubicación tuvo ventajas para las mujeres pero tuvo también un precio: las lesbianas estábamos de más. Se trataba de demostrar que el viejo insulto que todas las mujeres disidentes han tenido que escuchar desde tiempos inmemoriales, no tenía razón de ser: ellas no eran lesbianas. Y comenzaron a marcar distancias. Podíamos continuar en la militancia siempre que no se nos viera demasiado, siempre que no nos hiciéramos notar, siempre que nos sumáramos a sus reivindicaciones (cosa que siempre hemos hecho, nos afecta todo lo que afecta a las mujeres, obviamente) y no exigiéramos que ellas se sumaran a las nuestras. Ya no éramos todas feministas, eran ellas y éramos nosotras. La sexualidad desapareció del debate y con ella el heterosexismo: el régimen de la sexualidad obligatoria. El problema es que la heteronormatividad construida como categoría universal, coherente, natural, fija y estable es uno de los pilares de la división generizada del mundo, del patriarcado, y de la dominación de las mujres por tanto. No es posible combatir el patriarcado sin discutir la construcción de la sexualidiad que acompaña a aquel. Discutir la manera en que determinada construcción de la sexualidad sirve para oprimir a las mujeres no querría decir necesariamente combatir todas las experiencias heterosexuales, pero las feministas heterosexuales no lo entendieron así. Para evadirse del problema, nos acusaron a las lesbianas feministas de dar demasiada importancia a la sexualidad. Que se pueda dar demasiada importancia a la sexualidad es algo ajeno al feminismo o, por lo menos, a una parte importante del mismo. Supongo que lo que en realidad se nos estaba diciendo es que dábamos demasiada importancia a los temas relacionados con la sexualidad lesbiana. Las feministas heterosexuales no querían soltar amarras con la sociedad patriarcal, no querían poner en juego eso tan importante para la situación social de las mujeres que es la respetabilidad que nos otorgan los hombres. Desde ese momento, se trataba de demostrar que “ellas no eran lesbianas”. Pocas veces me encontré con una feminista que se negara a desmentir que no era lesbiana cuando circulaba ese rumor sobre ella. Y, peor aun, muchas de estas feministas sí eran lesbianas que eligieron el armario para vivir su vida política. Nos hicieron invisibles, nos hicimos invisibles, pero el armario es incompatible con el lesbianismo político y militante. Tuvimos que irnos.
A mediados de los 80 las lesbianas feministas españolas buscamos refugio en los nacientes colectivos gays. ¿Por qué no nos organizamos autónomamente? Algunas de nosotras, con años de militancia detrás, estábamos cansadas en movernos en la marginalidad política. Creo que el objetivo de cualquier movimiento es conseguir influencia política y social, no a cualquier precio pero sí con la obligación de intentarlo. Algunas estábamos cansadas de pertenecer a grupos compuestos por menos de una docena de mujeres, de reunirnos en locales inapropiados, de no tener dinero para organizar ninguna actividad, se ser invisibles. El mayor compromiso político de los varones, de los gays por tanto, su mayor costumbre en los vericuetos administrativos, su mayor visibilidad política y social hace que por lo general dispongan de más recursos. Si los recursos no venían a nosotras pensamos que podíamos ir nosotras a donde estaban los recursos. Algunas pensamos que había que tomar los colectivos gays. Pero la realidad es que allí también nos hicieron invisibles.
Tradicionalmente se piensa que nuestra invisibilidad es, o ha sido una ventaja, porque nos ha permitido vivir con mayor libertad y, sobre todo, con mayor seguridad. El hecho de que el lesbianismo fuera, y en buena medida aun sea, algo inimaginable para la sociedad ha permitido que pudiera vivirse sin la feroz persecución de que los gays han sido objeto. Vistas así las cosas, podría parecer que ha sido más fácil, que todavía lo es, ser lesbiana que ser gay. Pero lo cierto es que en ninguna situación es más fácil ser mujer que ser hombre y ser lesbiana tiene más que ver con el hecho de ser mujer que con el hecho de ser homosexual. Aun admitiendo que ser lesbiana sea una ventaja social respecto de ser gay, enseguida vemos que esta ventaja se convierte en un inconveniente cuando comprobamos que la invisibilidad afecta a todos los aspectos de nuestra vida y que si nos hace la vida más sencilla en algunos aspectos, también nos invisibiliza a la hora de reivindicar nuestra especificidad como mujeres lesbianas, a la hora de hacer que nuestra voz se escuche, a la hora de hacer visible en el movimiento gay nuestra diferente experiencia vital, nuestra diferente manera de estar en el mundo; de explicar y hacer ver que vivimos una situación social distinta, una situación política distinta, una situación económica diferente, etc. La invisibilidad nos condena al silencio, y la palabra homosexual que se usa tanto para hombres como para mujeres se ha convertido en un falso neutro que denota únicamente la realidad masculina. Las consecuencias de esta ocultación son de una gravedad incalculable, no solamente porque se ignora que lesbianas y gays somos diferentes y tenemos diferentes experiencias que contar, sino fundamentalmente porque mediante esta operación se nos oculta también que las estrategias para superar la situación de desigualdad en la que nos encontramos tienen por fuerza que ser distintas. Si nos adherimos sin más, sin un previo posicionamiento crítico, a las estrategias que el movimiento gay hace suyas, acabaremos encontrándonos marginadas también dentro de este movimiento, y eso es lo que está sucediendo en la actualidad, que las lesbianas nos encontramos en una clara situación de marginación dentro de lo que muchas habíamos creído que iba a ser nuestro movimiento de liberación.
Lo cierto es que tenemos diferentes agendas políticas, nuestros propios asuntos internos que debatir, nuestras propias reivindicaciones que hacer; todavía tenemos que plantearnos qué imagen es la que queremos ofrecer al exterior y cómo manejarla y en qué condiciones; tenemos que trabajar para superar la tan mentada invisibilidad, tenemos que aprender a movernos por los vericuetos administrativos que nos son generalmente tan hostiles; tenemos que discutir entre nosotras qué temas son prioritarios para nosotras y cuáles son secundarios. Pero sobre todo, para poder ser lesbianas en igualdad, tenemos que combatir las desigualdades que como mujeres, condicionan nuestra vida entera y que como lesbianas inciden especialmente sobre nosotras. En realidad, la pregunta que las lesbianas tendríamos que empezar a formularnos sería la de si más allá de una común discriminación legal (en España ya superada) tenemos algo que en común con los gays.
En la actualidad, ha pasado el tiempo en el que la lucha era simplemente por poder existir. En la urgencia ¿de entonces?, las lesbianas, como por otra parte siempre han hecho las mujeres, abandonamos nuestras posiciones en pro de unas posiciones supuestamente comunes. Ahora es tiempo de revisar el lugar que nos han dejado, el lugar que ocupamos en los colectivos que se dicen mixtos. Los temas que podríamos comenzar a discutir son muchos, pero a modo de ejemplo podríamos hacernos las siguientes preguntas: ¿Afecta de la misma manera el SIDA a los gays que a las lesbianas? ¿Es el SIDA un tema prioritario para nosotras? Y hay muchos otros temas de gran importancia que nos afectan de muy diversa manera a lesbianas y gays, por ejemplo el tema de la visibilidad, de gran importancia en los grupos que pretenden hacer un trabajo político. Es difícil encontrar hombres o mujeres que sean visibles en los colectivos gays/lésbicos, que den la cara ante la sociedad y ante los medios de comunicación. La presencia pública es muy importante y “salir del armario” es un tema político de primer orden. Pero a la hora de hacernos visibles, a la hora de prepararnos para dar ese salto ¿se tiene en cuenta que no es lo mismo para una mujer reconocerse lesbiana públicamente que para un hombre reconocerse gay? ¿Se tiene en cuenta la situación de especial vulnerabilidad en la que se coloca una mujer que se ha autonombrado públicamente como lesbiana? Este es uno de los aspectos en los que la sexualidad y el género interseccionan con la clase, no sólo con la clase social, sino con el género en cuanto clase: las mujeres son mayoritamente más pobres que los hombres, nos afecta más (hasta el doble o el triple más) el desempleo, el trabajo precario, el subempleo. El género es también un marcado de clase. No es lo mismo para un hombre que para una mujer salir del armario: una mujer tiene siempre mucho más que perder que un hombre.
Aun hay otras cuestiones importantes: el debate abierto que el feminismo todavía mantiene, y que no hemos resuelto, acerca de temas como la pornografía, la promiscuidad sexual, la separación absoluta de sexualidad y afectividad, la cosificación del cuerpo humano, la imagen del cuerpo de las mujeres, el sadomasoquismo, la prostitución…todo eso que nosotras estamos en nuestro derecho de continuar debatiendo, nos lo pretenden dar resuelto en los grupos gays donde poca gente se muestra crítica hacia alguno de esos aspectos, dispuesto siquiera a discutirlos. Podremos discutir estos mismos asuntos en el mundo heterosexual, en el que se ha impuesto la conciencia de que las mujeres somos un grupo oprimido, podremos discutirlo en cualquier grupo de mujeres, donde sabemos que todavía no hay nada resuelto y sí mucho que debatir, pero nos será difícil discutir nada de eso en los grupos gays, donde ellos tienen la exclusividad de la opresión. No hay ningún asunto sobre el que nosotras tengamos la última palabra, la política del colectivo es común, es decir masculina, el discurso es común, el espacio, por supuesto es común, masculino. Cuando decimos que un grupo es mixto jamás hablamos de una miixtura real en igualdad. Un grupo de lesbianas y gays es un grupo de mujeres y de hombres donde las diferencias de poder social, de poder económico, de poder laboral, de poder de discurso, de poder de representación, de poder espacial y físico… se mantienen igual que en un grupo de mujeres y hombres heterosexuales.
Llegamos a los grupos gays con ideas preconcebidas acerca de la supuesta empatía que existe entre el mundo gay y las mujeres. El tiempo y la experiencia nos han demostrado que esto no sólo es un prejuicio, sino que ocurre más bien lo contrario. Independientemente de que haya gays que se declaren y se sientan cercanos a las mujeres o a los postulados del feminismo la verdad es que la cultura gay actual ha derivado hacia una especie de masculinismo en el mejor de los casos y de machismo declarado en los casos más extremos pero no poco frecuentes. La cultura gay urbana en la que la mayoría viven inmersos se ha convertido no sólo en un lugar inhóspito para las mujeres, sino en un lugar especialmente sangrante para las feministas. La cultura gay urbana actual ha hecho de la exaltación de la masculinidad una seña de identidad, y siempre que se produce una exaltación de los valores tradicionales de la masculinidad, se produce un degradación de lo femenino.
Mi experiencia de muchos años me ha enseñado que en los grupos mixtos no se valora ni se respeta de la misma manera nuestra experiencia y nuestros deseos como lesbianas que su experiencia y sus deseos como hombres gays. Existe un orden jerárquico en cuanto a la valoración de nuestras experiencias vitales. Los gays que luchan por una integración justa en la sociedad heterosexista, sin que tal integración tenga porque significar asimilación inmediata y total, nos obligan a nosotras a asimilarnos a sus formas de vida, a su cultura, siempre más poderosa y valorada socialmente que la nuestra. El discurso político de las lesbianas será siempre un discurso particular, mientras que ellos se continuarán arrogando el estatuto de lo general; sus reivindicaciones serán siempre las propias de todos y todas, mientras que las nuestras son únicamente propias de las mujeres, etc.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos convertimos en autónomas y nos autoncenamos a la exclusión, a la marginalidad política? ¿Renunciamos a cualquier forma de influencia política que tenga como objetivo cambiar la sociedad? Desde mi punto de vista, no. Considero que uno de los problemas de las mujeres es que no pelean por conquistar los espacios en los que se cambian las cosas. Sé muy bien que la mayoría de las lesbianas latinoamericanas se organizan autónomamente y desprecian los espacios llamados institucionales. En mi opinión, un movimiento que renuncie a ocupar espacios de poder o de influencia está renunciando a hacer política, a cambiar el mundo.
Por eso soy partidaria de que las lesbianas feministas nos organicemos como grupo político dentro de otros grupos políticos, ya sean gays ya sean feministas y trabajemos a favor de que se adopten medidas de acción positiva a favor de la representatividad de las lesbianas en las estructuras de dirección de los grupos. Al igual que las feministas heterosexuales trabajando en sus respectivos ámbitos, también nosotras tenemos que luchar en pro de la democracia paritaria en los grupos LGTB. Tenemos que constituirnos en un colectivo fuerte que presione constantemente para situar a lesbianas en la dirección de los grupos y, de esta manera, hacernos visibles ante la sociedad y ante las demás lesbianas reticentes a integrarse en grupos en los que hay pocas lesbianas. Podemos trabajar a favor de que todos los documentos del grupo, las revistas o folletos que edite, la información que ofrezca al exterior, y también todo el trabajo interior, incluya una perspectiva de género desagregada para gays y lesbianas. Podemos presionar para que ante los medios de comunicación aparezcan siempre un gay y una lesbiana y para que sus discursos incluyan también dicha perspectiva de género, para que los discursos puedan, y sean de hecho, diferentes, como lo son aquellos que responden a realidades distintas. Tenemos, en fin, que constituirnos en un grupo de poder y de gobierno dentro de los colectivos mixtos y dentro de los colectivos feministas. Tenemos que hacernos fuertes ahí para después poder organizarnos autónomamente, pero desde la fuerza y la igualdad social, no desde la marginalidad.
La Flor del Guanto. Revista Ecuatoriana. Mayo 2009