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La cuarta ola feminista y la conceptualización de la violencia de género


Subo aquí el artículo publicado en el libro «Tratado sobre las violencias» publicado en la editorial Raíces y codirigido por Daniel Baños y Macarena Cao

Introducción

En el año 2020 se presentó en Madrid la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer [1] correspondiente al año 2019 y realizada por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género. Dicha macroencuesta, se realiza aproximadamente cada cuatro años desde 1999 y es el mayor trabajo estadístico de recopilación de datos acerca de la violencia de género de los que se realizan en España. La presentación del informe tuvo una enorme relevancia mediática y sus resultados fueron ampliamente comentados durante días en todos los medios de comunicación. Las reacciones ante los datos que dicha encuesta arrojaba fue de asombro. De manera muy resumida, el informe demostraba que 1 de cada 2 mujeres españolas había sufrido algún episodio de violencia a lo largo de sus vidas. La mitad de todas las mujeres españolas.  Como cuestión importante aparecía también que las mujeres jóvenes experimentan la violencia en mayor medida que las mujeres mayores. Luego venían todo tipo de datos desagregados en función del tipo de violencia, la edad de agresor y víctima, relación entre ellos, lugar etc. No voy aquí a comentar una encuesta que tiene más de 300 páginas, pero sólo añadiré como especialmente relevante, además del total de mujeres que ha sufrido violencia a lo largo de su vida, que de entre aquellas que han sufrido violencia sexual sólo lo denuncia un 8%. Esto indica hasta qué punto nos estamos refiriendo a un enorme iceberg del que sólo vemos la parte de arriba un enorme continente sumergido que apenas hemos comenzado a visibilizar.

          Combatir lo que hoy llamamos violencia de género ha sido desde siempre objetivo principal del feminismo, pero en los últimos años hemos asistido a un crescendo en su visibilización y denuncia pública hasta llegar a ocupar buena parte de la agenda feminista en todo el mundo. Como consecuencia de esta mayor visibilización han surgido preguntas que son objeto de debate también en el interior del feminismo. Por ejemplo, ¿hay más violencia ahora que antes? ¿Por qué? ¿Cómo terminar con esta violencia?

          Este artículo es una aproximación, necesariamente breve, parcial e incompleta, a algunas de estas cuestiones.

Historicidad y Cuarta ola.

          La violencia de género[2], las violencias machistas, la que sufren las mujeres por el hecho de serlo, está con nosotras desde que existe el patriarcado. Pero, al igual que éste, tiene una historia. No ha sido siempre la misma ni se ha conceptualizado igual, ni se produce de la misma manera en todas las culturas, aunque sí cumple la misma función en todas ellas; la de mantener a las mujeres sometidas a los hombres, bien con la violencia expresa, bien con la amenaza de la misma. La violencia de género es un fenómeno histórico y cambiante que, sin embargo, tendemos a considerar atemporal. En algunos sentidos, la violencia que hoy enfrentamos es un fenómeno nuevo. Y es nuevo en varias direcciones. Lo es desde luego en su conceptualización política, no sabemos si es nuevo en su extensión, aunque podemos sospechar que en algunos de sus aspectos puede serlo.

A pesar de que siempre ha habido violencia contra las mujeres sabemos también por el estudio y la comparación con otros tipos de violencia y con otros sistemas de dominación, que cuando el sistema no tiene fisuras no necesita utilizar la violencia física todo el tiempo ni contra todas, le basta con la amenaza de la misma y con la institucionalización de formas de violencia “suaves”, aunque siempre mantenga formas de violencia brutales contra las/los disidentes.  Sabemos, por la misma razón, que la violencia aumenta cuando el sistema de dominación entra en crisis. Y no hace falta mucho para acordar que desde la irrupción del feminismo como movimiento organizado, que ha ido ocupando cada vez más espacio, el sistema patriarcal está en crisis. Y cuando los sistemas de opresión y/o dominación entran en crisis se producen reacciones. El feminismo ha constatado y conceptualizado que a cada ola feminista [3] le ha seguido una reacción antefeminista. De la misma manera que cada ola feminista tiene sus propias características, así también es diferente también cada reacción patriarcal y el papel que la violencia juega en la misma. En todo caso siempre hay que tener en cuenta, en cualquier análisis de la violencia, que esta es individual, pero también social, y que ambos planos interrelacionan de maneras complejas. En estos momentos están ocurriendo varias cosas al mismo tiempo, pero sobre todo, estamos en un momento en el que coincide la crisis de los dos sistemas de dominación que determinan nuestra época: el neoliberalismo y el patriarcal y ambos influyen tanto en el plano individual (subjetivo) como en el social.

A partir de 2017 se encadenaron los acontecimientos que permiten hablar de una cuarta ola feminista. Masivas manifestaciones en todo el mundo, huelgas feministas, y el movimiento #MeToo en EE.UU y #Cuentaló en España, organizado por la periodista Cristina Fallarás[4]…Enseguida pudo identificarse que una de las características nucleares de la Cuarta Ola era la denuncia de la extensión de la violencia que padecen las mujeres, especialmente, pero no sólo, la violencia sexual. Fue como una explosión en todo el mundo, como un tsunami que sacó a la luz la realidad cotidiana de millones de mujeres, una realidad de violencia sexual con la que la sociedad convivía con toda naturalidad. Podemos equiparar la cuarta ola con una toma de conciencia colectiva de una enorme magnitud. Visibilizó ese iceberg del que hablaba antes, y su visibilización deslumbró. Se denunciaban multitud de hechos diferentes y de diferente naturaleza, algunos muy graves y otros menos graves, pero todos ellos existentes dentro de un continuo de violencia generalizada que construye a todas las mujeres como objetos al servicio de los hombres. Se trataba de ataques físicos, violaciones, insultos, comentarios, comportamientos ofensivos, comportamientos de control, humillaciones en los trabajos, construcción del miedo, de la autovigilancia, violencia naturalizada, generalizada, en muchos casos impune, en muchos casos invisible, la mayoría de las veces tolerada. Desde la violencia ejercida por figuras de poder como Harvey Wenstein que obligaba a pagar un precio por poder trabajar, hasta el compañero de trabajo que te somete diariamente a comentarios incómodos que te impiden situarte en igualdad en el lugar de trabajo. Desde la violación no denunciada hasta la que se denuncia y no es creída y donde la víctima es revictimizada a través de un proceso judicial inicuo; desde los malos tratos habituales hasta los insultos cotidianos por parte de la pareja; desde el abuso sexual en el lugar de trabajo hasta los chistes machistas en el mismo; desde el miedo a andar sola por la noche, hasta el miedo a beber en una disco por si han echado algo en la bebida; desde la palabra que llega por parte de un desconocido y que asusta y modifica nuestro caminar, a los chistes acerca de nuestro físico que generan risas a nuestro alrededor. Sabemos que se trata de un continúo que nos acecha en todas partes, toda la vida: en casa y en el trabajo, en la calle y en la familia y que nos produce temor, mina nuestra autoestima, nos fragiliza, nos pone a la defensiva, nos marca, en definitiva, nos construye como subjetividades marcadas por la desigualdad. La enormidad del número de denuncias públicas vino a evidenciar algo que todas las mujeres sabíamos, pero que quizá no se había contemplado socialmente en toda su extensión: que todas las mujeres del mundo, de una u otra forma, hemos padecido algún tipo de violencia por el hecho de ser mujeres. Lo que aparecía así claramente a la vista, lo que quedaba desnudo y todo el mundo podía ver, era la estructura de un sistema de dominación basado, como todos, en la violencia, tanto en el espacio privado como en el público, así como en la asimetría en relación a la posesión y disposición de nuestros cuerpos con respecto a los cuerpos de los hombres. Algo que es, en realidad, desde siempre uno de los asuntos fundamentales del feminismo pero que, al mismo tiempo, no había terminado de traspasar las fronteras de la militancia feminista y del conocimiento experto. En ese momento, millones de mujeres que quizá no se autodenominaban feministas, se sintieron interpeladas por las voces de mujeres como ellas. El feminismo ya no apelaba únicamente a las feministas, sino que conectaba con el sentimiento de desigualdad de todas las mujeres y con las violencias vividas en primera persona por cada una. Pero, sobre todo, la masividad, la extensión y variedad de las denuncias (todas y en todas partes) permitió que se visibilizara también el carácter estructural de las mismas. No eran actos aislados de hombres malos o enfermos, era una estructura de dominación, el patriarcado, que está plenamente vigente. No tiene sentido hablar de postfeminismo.

Además de la conciencia de la enormidad de las violencias y la capacidad para señalar las cuestiones estructurales que construyen la desigualdad de la que la violencia es una consecuencia, otra de las características de la cuarta ola es la extensión geográfica y cultural de este movimiento, que se produce al mismo tiempo prácticamente en todo el mundo, lo que también nos lleva a la cuestión de la ubicuidad del patriarcado, aunque con características diferentes en cada lugar del mundo. No hay en este periodo un solo país en el que no tenga presencia el feminismo organizado que se convierte así un movimiento global con una agenda de mínimos compartida. El debate intelectual mantenido durante años por Fraser y Butler y que marcó en parte la tercera ola, así como diferentes posiciones políticas y activistas, acaba en parte cuando comprendemos que las políticas del reconocimiento y de la identidad, necesarias y justas, son de por sí insuficientes para transformar la realidad de millones de mujeres marcadas por la violencia y por situaciones de desigualdad estructural oceánicas. Después de décadas de feminismo la cuarta ola puso el combate contra la violencia de género en las agendas políticas generales y la vinculó a la existencia del patriarcado. Combatir la violencia significa combatir el patriarcado del que la violencia es su manifestación más extrema.

Violencia contra las mujeres y neoliberalismo.

Otra característica de la cuarta ola ha sido poner de manifiesto la manera en la que los dos sistemas de dominación en que estamos inmersas se apoyan y refuerzan el uno al otro.  Ciertamente que el estudio de las relaciones entre capitalismo y patriarcado también tiene una larga y fructífera historia en la que no vamos a entrar (Hartmann 1987; Sassen 2003; Federici 2010; Segato 2013, 2016;  Cobo 2017) pero la cuarta ola sitúa la relación entre ambos sistemas de dominación y explotación en el centro de la explicación del patriarcado contemporáneo (también en lo que se refiere al aumento de la violencia)  y de la crisis neoliberal que asola las vidas y también el planeta. La crisis del neoliberalismo que vivimos no se puede explicar sin mencionar la crisis de la reproducción social, y el aumento de la violencia no se puede explicar sin entender que la interrelación entre capitalismo y feminismo supone abrir enormes grietas  en el patriarcado y, al mismo tiempo, fragilizar la subjetividad masculina hegemónica, provocando su reacción.  

La vieja violencia muta y aparece un nuevo tipo de violencia. El trabajo de Rita Segato [5] es imprescindible para poder abordar estas nuevas violencias contra las mujeres que surgen en la intersección entre el neoliberalismo en las regiones empobrecidas y un patriarcado que nace en su interior y en parte como respuesta al mismo.  Una violencia social e individual al mismo tiempo. Segato ha estudiado en profundidad el tipo específico de violencia contra las mujeres que se da en algunos lugares de Latinoamérica, cuya enormidad trasciende lo particular y que podemos denominar como violencia casi “industrial”. Sabemos que el porcentaje mayor de violencia contra las mujeres es el ejercido por un hombre a una mujer con la que, muy a menudo, tiene o ha tenido relación, ya sea marital, de pareja o de trabajo. El agresor tiene algo en contra de ella, aunque sea imaginario. Pero la violencia que se produce desde hace décadas en aquellas regiones que son el objeto de estudio de Segato se caracteriza porque recae sobre mujeres desconocidas para los agresores y recae, además, con una violencia salvaje. El caso de Ciudad Juárez fue conocido en todo el mundo, pero son varios los países de Latinoamérica que según las palabras de la propia Segato “se han juarizado”. Para la antropóloga, esta violencia es un lenguaje, un lenguaje entre hombres. Su hipótesis es que dicha violencia es ejercida como una forma de poder, para demostrar al mundo que los cuerpos están apropiados, dominados, de la misma manera que el territorio. Dicho dominio se produce en ausencia de un estado legítimo, de un estado capaz de ocupar el espacio del poder y la gobernabilidad. Así, las bandas mafiosas, las maras, los cárteles de la droga, ocupan los espacios públicos y demuestran su poder sobre el territorio y sobre las vidas que lo habitan. Y lo hacen mediante el sadismo expreso, la crueldad contra los cuerpos de las mujeres. El cuerpo de las mujeres aparece así, otra vez, como campo de otras batallas. En la tesis de Segato, en los países empobrecidos por el neoliberalismo, el estado ha desaparecido como instancia legítima y su hueco lo han ocupado organizaciones masculinas basadas en la violencia y el crimen entendidas entre otras cosas como una forma de expresión de la masculinidad. La violencia contra las mujeres sirve para expresar que el territorio tiene dueños, que matan porque pueden hacerlo, porque son impunes. Se sitúan en el orden patriarcal como los dueños, porque no olvidemos que el patriarcado es un orden político jerarquizado donde los hombres pueden reconocerse unos a otros prestigio o valor en relación a los cuerpos de las mujeres; en este caso en relación a la posibilidad de expresar crueldad sobre los cuerpos de las mujeres, sobre esos cuerpos convertidos en cosas.

Esta violencia es una violencia que no es privada, sino política, y que tiene que ver con estados fallidos en donde el sistema neoliberal ha arrasado con las formas tradicionales de vida, con las economías tradicionales, imponiendo sistemas bárbaros de explotación sobre la población y empobreciendo a la mayoría. Para Segato esto es una herencia colonial ya que las formas del estado impuestas por las potencias coloniales se basan desde muy pronto en la corrupción y la rapiña de los recursos, de la que se benefician esas mismas potencias que no dejan la riqueza en el territorio. Se produce un empobrecimiento generalizado y se construyen sociedades basadas en la extrema desigualdad. Con la globalización y el advenimiento de la fase neoliberal los procesos se aceleran y la pobreza y la desigualdad se hacen aún más patentes.  Puesto que el estado desaparece y no sirve, su hueco es ocupado por una especie de paraestado que ofrece a los jóvenes una forma de pertenencia que se sustenta en la expresión de la violencia y posesión sobre las mujeres. Esta violencia de género es relativamente nueva. Esos países no han sido siempre especialmente misóginos ni violentos. Es una violencia relacionada con un determinado orden político y social que recae, sí, sobre la desigualdad patriarcal previamente institucionalizada como la primera forma de poder.

Pero también se produce un aumento de la violencia privada o íntima, de los hombres concretos sobre mujeres concretas. El sistema económico capitalista, a menudo lo olvidamos, ha supuesto también una revolución en la construcción/transformación de roles sociales, símbolos, subjetividades…El neoliberalismo no sólo construye identidades nuevas adaptadas al sistema, sino que en ese proceso también destruye las anteriores. Y eso genera una enorme tensión social.  Desde los años 80 asistimos a una reestructuración completa del mercado laboral que ha tenido como consecuencia fundamental la precarización de las vidas de millones de seres humanos a los que ha sumido en la pobreza. Han crecido la inseguridad en el empleo, los trabajos informales, las desigualdades sociales y estos cambios han contribuido a fragilizar y vulnerabilizar las vidas de la mayoría. Esta situación económica ha venido a cambiar fundamentalmente la estructura tradicional familiar de hombre sustentador que ya no puede, debido al desempleo, la precariedad, los bajos salarios, y el acceso de las mujeres al trabajo remunerado, continuar siendo el único proveedor familiar.  El trabajo femenino, siempre más precario y más barato, es preferido al masculino en determinados sectores con la consecuencia de que los hombres han sido expulsados de sectores enteros de la economía formal. Además, las migraciones procedentes del sur global hacia el tercio rico del mundo también han transformado las vidas de muchas comunidades en las que las mujeres migran y envían dinero mientras que son los hombres los que se quedan al cuidado de la familia. En relación a esto no siempre se ha ponderado adecuadamente el significado que tiene para la identidad masculina tradicional el antiguo rol de proveedor familiar. Fraser (2015) ha explicado muy bien en qué sentido dicha identidad está ligada a ese rol de proveedor económico en casi todas las sociedades. Eso ha saltado en pedazos y en este momento el ideal para el mantenimiento de las familias es de dos proveedores con dos salarios. Cuando el rol de proveedor único se desdibuja, también lo hace el rol de la mujer cuidadora. Para la inmensa mayoría de los hombres la masculinidad consiste, aún, en salir de casa a trabajar y volver con un salario que sea suficiente para mantener a su familia. Para esos hombres ese rol confería sentido a su estar en el mundo, sentido que ahora se pierde. La profunda relación subjetiva que existe entre ser hombre y ser proveedor contribuye a explicar por qué en las sociedades capitalistas el desempleo puede ser psicológicamente tan devastador para ellos. De hecho, la situación de crisis económica que el neoliberalismo experimenta a partir de 2008, recibe tal nombre sólo cuando afecta a los hombres porque, en realidad, si examinamos los elementos principales que se supone que la caracterizan (altas tasas de desempleo, trabajo barato, precario, inestable, que no permite tener un proyecto de vida)  nos encontramos con que las mujeres siempre hemos estado en crisis. Por eso, en cierto sentido, tiene razón Segato cuando explica que el neoliberalismo ha supuesto una especie de emasculación de la condición masculina al situar a grandes masas de hombres en una posición, material y simbólica, en la que antes sólo se encontraban las mujeres. A esta situación de desestructuración subjetiva se unen los efectos del feminismo. El feminismo ha penetrado en todos los espacios y ha empujado a los hombres a posiciones defensivas. Ya no son los dueños únicos de los espacios públicos y tampoco son libres de mantener los mismos comportamientos en los que se han socializado. Ya no pueden hacer chistes machistas en los lugares de trabajo, ni comentarios en la calle, sin arriesgarse a ser reconvenidos; en dichos espacios ya no son mayoría y puede, incluso, que dependan de una jefa. El feminismo ha transformado todas las relaciones sociales en las que puede encontrarse un hombre. También las relaciones familiares más allá de la pérdida del papel de proveedor único o principal. Se ha producido un proceso de desistitucionalización familiar que ha traído un profundo malestar a muchos hombres. Recordemos que las instituciones cumplen tres funciones fundamentales: generar límites, diferenciar roles internos y legitimar el orden social. En las últimas décadas, y provocado en gran parte por el feminismo, los roles familiares se han desdibujado hasta el punto de que la familia tradicional (la compuesta por padre, madre y sus hijos e hijas) ya no es hegemónica en algunos países. Los hombres no sólo ya no son proveedores únicos, sino que su autoridad tradicional de “cabeza de familia” no es reconocida ni validada por las mujeres, por “sus” mujeres, ni por sus hijos e hijas. El poder del padre, sobre el que se ha levantado el patriarcado como sistema de dominio sobre las mujeres y los hijos, se debilita a pasos agigantados. El padre no solo no es ya la figura fundamental en la familia sino que puede no ser siquiera necesario: ni desde el punto de vista material, ni desde el punto de vista simbólico: ya no es quien legitima a los hijos, no tiene capacidad punitiva legítima sobre las mujeres y ni siquiera es necesario para la reproducción puesto que hay muchas familias en las que no hay padre. En definitiva, se ha producido un cambio radical en las estructuras sociales sin que las mentalidades masculinas hayan cambiado lo suficiente, por lo que se ha provocado una crisis en las subjetividades masculinas con sus correspondientes estallidos de furia en forma de violencia contra las mujeres.

Finalmente, tanto si hablamos de la violencia social e indiscriminada contra las mujeres, los feminicidios masivos, como del aumento de la violencia privada contra mujeres concretas, lo que queda de manifiesto es la fuerte alianza entre neoliberalismo y patriarcado. Si bien capitalismo y patriarcado se han reforzado siempre y se han apoyado mutuamente, como hacen por otra parte todos los sistemas de dominación, es cierto que el neoliberalismo global de hoy articula más demandas patriarcales de lo que lo hizo en el pasado: la prostitución, la pornografía o los vientres de alquiler como industrias globales, la industria de la cosmética y la cirugía estética, la mercantilización del cuerpo, no podrían existir sin el capitalismo neoliberal. Podríamos pensar que cuando el patriarcado como sistema de dominio está viviendo una crisis de legitimación, el capitalismo acude en su ayuda

¿Cómo acabar con las violencias machistas?

          Dada la enormidad de la violencia y la sensación de que, hagamos lo que hagamos, esta no disminuye, muchas feministas se hacen hoy esta pregunta. De manera provocadora, aunque convencida de que es cierto, respondería que es necesario asumir que no vamos a acabar con esa violencia (no por ahora).  Pienso que asumir eso es un punto de partida necesario para poder seguir reflexionando sobre cómo abordarla de aquí en adelante. 

En 2020 asistí a una conferencia de Rita Segato que me resultó muy sugerente y transformó el marco en el cual yo pensaba la violencia de género. Segato dirigió al público una reflexión que no solemos escuchar en estas conferencias. La antropóloga argentina recordó los muchos años que hace que la violencia (en todas sus formas) es el principal asunto feminista, al menos aquel del que más se ocupa el feminismo institucional. Desde la conferencia de Beijing, en 1995, los esfuerzos del feminismo institucional se han dedicado fundamentalmente a combatir las distintas formas de violencia contra las mujeres. Se han creado multitud de organismos internacionales que han implicado a los estados que a su vez han creado ministerios, direcciones, departamentos de todo tipo. Se han firmado convenios internacionales auspiciados por la ONU, la UE ha aprobado documentos, directivas, legislaciones, se ha generado un importante corpus de conocimiento …en definitiva, la lucha contra la violencia se ha convertido en una política pública a la que se han destinado abultados presupuestos, esfuerzos, campañas…Desde el punto de vista social, no cabe duda que la violencia contra las mujeres ha sufrido un rápido y profundo proceso de deslegitimación, mayor en algunos países que en otros pero importante en todo caso. Todo ello ha sido y sigue siendo necesario pero, a pesar de esto, no sólo vemos que la violencia no cesa sino que puede que en algunos lugares puede que esté aumentando. Esto merece algunas reflexiones.

          La primera reflexión tiene que ver con el activismo feminista. El feminismo de todo el mundo ha puesto la lucha contra la violencia de género en el centro, y lo ha hecho con gran éxito. En España ha conseguido, como he dicho, deslegitimar la mayor parte de esta violencia; ha transformado la reacción social cada vez que se produce un asesinato machista; ha transformado también la manera en que los medios de comunicación informan de esta violencia, ha conseguido conceptualizarla bien, que se la califique como lo que es, que no se mencione como violencia doméstica, familiar o como crimen pasional; ha construido un nuevo sentido común acerca de la necesidad de denunciarla y combatirla, un repudio social muy generalizado (aunque ahora puesto en cuestión por la llegada a las instituciones de la extrema derecha). La cuarta ola, como expliqué, se construye en parte en torno a la necesidad de hacer aflorar el continente sumergido que es la violencia de género. Hemos conseguido que los ayuntamientos hagan condenas públicas, que las instituciones se sumen a los minutos de silencio. Tenemos leyes contra la violencia, y tenemos muchos recursos para combatirla (aunque siempre sean insuficientes) La manera en que el marco respecto a la violencia de género se ha resignificado en España en pocos años ha sido espectacular. Las feministas de todo el país claman cada vez que se produce un nuevo crimen, el dolor se extiende por las redes, ningún crimen por violencia de género pasa desapercibido. “Basta ya” gritamos cada vez. Y llegamos a pensar que si la violencia no desciende es culpa de algo o alguien, de las leyes o de las mujeres políticas encargadas de aplicarlas. Esto lleva a una parte del feminismo a sostener que cambiando las leyes o cambiando las mujeres políticas que llegan al poder, alcanzaremos ese momento en que la violencia terminará. Mi percepción es que debido a lo rápido que hemos avanzado en esta cuestión, a la manera en que hemos cambiado el marco, a los éxitos internacionales del feminismo, una parte del mismo, una parte mayoritaria, ha llegado a pensar que el fin de la violencia de género estaba al alcance de la mano, que dependía de nosotras, que dependía de que se adoptaran unas u otras políticas.

Y lo cierto es que no. Lo cierto es que por más medidas que se tomen, por más recursos que se dediquen a la lucha contra la violencia de género, por bien que se hagan las cosas, esta violencia no va a acabarse en un plazo razonable de tiempo. Soy de la opinión de que eso tenemos que tenerlo presente porque influye en el activismo y en la manera en que hacemos política. Si cada asesinato que se produce reaccionamos como si algo hubiéramos hecho mal, eso terminará generando impotencia y desilusión. No abogo, evidentemente, por abandonar la denuncia de cada uno de los asesinatos y la lucha contra los mismos, pero sí por tener siempre presente que los mismos no son producto de algo que pueda terminarse con una decisión política, como por ejemplo los asesinatos terroristas. Por supuesto que hay muchas cosas que mejorar y que es factible corregirlas: toda la protección posible para las mujeres en peligro, una correcta valoración de este peligro, reconocimiento de la violencia institucional que se produce por parte de la policía y la judicatura, reparación justa para las víctimas, incorporación de los maltratadores/asesinos a programas de reeducación, coeducación feminista de niños y niñas etc.  Pero no podemos ni por un momento que la violencia contra las mujeres no es una excrecencia del patriarcado que se pueda combatir aislada. La violencia es el patriarcado mismo y no acabará hasta que se acabe este.

          Y aún hay una segunda reflexión relacionada con la anterior. Todavía existe un debate no resuelto respecto a si la violencia crece verdaderamente o simplemente ocurre que se denuncia más. Es complicado poder hablar de cifras reales. Por una parte, porque, como también he señalado, se denuncia aproximadamente sólo el 8% de toda la violencia.  No podemos alcanzar siquiera a atisbar cuánta violencia existe realmente. No sabemos si ahora se denuncia más porque hay más violencia o se denuncia más como consecuencia de los avances feministas. Esta cuestión siempre está debajo de los debates acerca de este asunto. Quienes son sobre todo defensoras del feminismo institucional afirman que las políticas públicas contra la violencia son efectivas y que lo que ocurre es que hay más denuncias, no más violencia.           Quienes somos críticas con esa manera de enfocar la cuestión pensamos que, aunque es verdad que hay más denuncias, no podemos dejar de tener en cuenta que es posible que la violencia sí esté aumentando, al menos en lo que se refiere a determinados tipos de violencia. La violencia masiva, como hemos visto, la que se produce en determinados países y que dio origen al término “feminicidio”, es evidentemente mayor. En dichos países no siempre han existido los asesinatos de mujeres a esa escala. También, como he explicado antes, entra dentro de la lógica que un sistema acosado y fragilizado, un sistema sometido a tensión, como el patriarcado, reaccione con violencia. Una violencia que no le es necesaria cuando todo está en su sitio y cuando la dominación está inscrita en las leyes, en las costumbres y se encuentra plenamente legitimada.

          Pero para estar seguras de la incidencia de las políticas públicas feministas en los números de la violencia es conveniente mirar más allá de nuestras fronteras, a países que llevan mucho más tiempo que España diseñando y aplicando este tipo de políticas públicas; países que siempre hemos entendido como ejemplares en este sentido: los países del norte de Europa. En estos países: Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia, el feminismo institucional no tiene 40 años, como en España, sino que es varias décadas más antiguo y está plenamente incorporado a la política general. Sin embargo, las cifras de violencia de género que padecen las mujeres en dichos países son altísimas [6]. Es la llamada “paradoja sueca”, en donde conviven cifras muy altas de violencia con altos índices de igualdad de género.

          También en este caso se suele aducir que no es que en estos países exista más violencia, sino que las mujeres tienen más confianza en las instituciones y que, además, se recoge mejor, los delitos están mejor definidos, lo que resulta en cifras más altas. Esta explicación puede parecer plausible dado el bajísimo número de denuncias que se ponen en España sobre el total de la violencia. Sin embargo, un estudio del año 2019 de las universidades de Valencia y Malmö descartaba que las diferencias en la prevalencia de la violencia de pareja contra las mujeres en Suecia fueran un resultado de un sesgo en la medida de la misma [7]. Aun cuando creyéramos que el problema reside en la medición de la violencia, lo cierto es que los asesinatos (que no se pueden ocultar ni confundir) están bien contabilizados tanto en España como en Suecia y resulta que en el país escandinavo hay un número proporcional mayor de asesinatos por violencia machista de los que ocurren en España.

          En el citado informe de Amnistía Internacional se señala que a la enorme violencia contra las mujeres en esos países hay que sumar un sistema judicial sin perspectiva de género que revictimiza a las mujeres de una manera muy importante. Esto es especialmente llamativo si tenemos en cuenta que varias décadas de feminismo institucional ciertamente exitoso en algunas cuestiones no parece que haya conseguido algo tan básico como introducir la perspectiva de género en la manera de impartir justicia. En todo caso, esto debería ayudarnos a asumir algo sobre lo que Hannah Arendt llamó la atención en su día: que donde hay más igualdad hay más violencia, porque es más necesaria. Cuando la desigualdad está incrustada en las leyes y en el cuerpo social a través de las costumbres, la violencia puede no ser necesaria porque todo la refleja, no existe ninguna resistencia.

          Por eso, volviendo a Segato, cuando ella señala que desconfía de las leyes para combatir la violencia de género, tenemos que asumir que es cierto que si no se produce un cambio cultural profundo, las leyes solas no lo conseguirán. Y no lo conseguirán porque al tiempo que se aprueban normas se generan fuertes resistencias que proceden de diversos ámbitos. Reaccionan los hombres particulares, aquellos que son más reacios al cambio, aquellos que muestran identidades más vinculadas a la masculinidad hegemónica. Y esta reacción significa aumento de la violencia. Y hay también una fuerte resistencia institucional que se genera en las mismas instituciones que tienen que aplicar dichas normas en forma de lo que hemos llamado violencia institucional. Así que una parte del sistema avanza con normas igualitarias mientras ese mismo sistema genera sus propios anticuerpos a la igualdad y desarrolla formas de funcionamiento que, en definitiva, sirven para menoscabar el efecto de las leyes progresistas. Por eso es necesario que el feminismo tenga en cuenta que la igualdad sólo se alcanzará cuando, además de las normas, hayan cambiado los hombres, la subjetividad masculina y esta sólo podrá cambiarse con un esfuerzo combinado de inversión no sólo en la parte política e institucional, sino en lo que atañe a la construcción de las subjetividades masculinas desde la infancia (Hernando 2012).

          “Entiendo los procesos de violencia, a pesar de su variedad, como estrategias de reproducción del sistema, mediante su refundación permanente, renovación de los votos de subordinación de los minorizados en el orden de status, y permanente ocultamiento del acto instaurador. Es solamente así que estamos en una historia, la profundísima historia del orden de género y de su conservación por medio de una mecánica que rehace y revive su mito fundador todos los días [8]

BIBLIOGRAFÍA

  • Arisó Sinués, O. Mérida Jiménez; R. Los géneros de la violencia. Egales, 2010
  • Galdon, C. Un feminismo de código abierto. Ménades 2022
  • Hartmann, H.  (1987). «El infeliz matrimonio entre marxismo y feminismo: hacia         una unión más progresista». Cuadernos del Sur n.6. Buenos Aires, marzo-mayo.
  • Hernando, A. La fantasía de la individualidad. Traficantes de sueños, 2012
  • Fraser, N. Fortunas del feminismo, Traficantes de sueños 2015
  • Osborne, R. Apuntes sobre violencia de género. Bellaterra, 2009
  • Segato, R. Contrapedagogías de la crueldad
  • La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Tinta Limón, 2013
  • La guerra contra las mujeres. Traficantes de sueños, 2016
  • Vigarello, G. Historia de la violación. Cátedra, 1998

[1] https://violenciagenero.igualdad.gob.es/violenciaEnCifras/macroencuesta2015/pdf/Macroencuesta_2019_estudio_investigacion.pdf

[2] Estamos hablando aquí de una definición de violencia “estrecha”: la violencia física. Existen violencias simbólicas, la discriminación es también una forma de violencia, así como la exclusión, la violencia institucional etc.

[3] No hay acuerdo en el número de “olas” que, en todo caso, es una medida eurocéntrica. Para una parte del movimiento la Primera Ola sería la revolución francesa y el primer feminismo (S XVIII) , la Segunda sería el movimiento sufragista del XIX, la tercera el movimiento feminista de los años 60 y estaríamos viviendo la cuarta ola. Considero que secuenciar el feminismo es importante en tanto que nos permite trazar una genealogía coherente, pero asumo que esta genealogía es diferente en regiones diferentes y con su propia historia.

[4] Un estudio de la cuarta ola en España: Galdon, Carmen. Un feminismo de código abierto. Ménades 2022

[5] Rita Segato ha estudiado particularmente el caso de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juarez: La escritura en el cuerpo de las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez. Territorio, soberanía y crímenes de segundo estado (2013) y  y La guerra contra las mujeres (2016)

[6] Informe de Amnistía Internacional “Tiempo de cambio: justicia para las víctimas de violación en los países nórdicos”.

[7] Gracia, Enrique et al (2019) “Prevalence of Intimate Partner Violencia against Women in Sweden and Spain: A Psychometric Study of the Nordic Paradox”, PLOS ONE, 14 (5) eo217015

[8] Segato, Rita (2010) Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos. Buenos Aires, Prometeo, p 6

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De Beatriz Gimeno

Nací en Madrid y dedico lo más importante de mi tiempo al activismo feminista y social. Hoy, sin embargo, soy un cargo público. Estoy en Podemos desde el principio y he ocupado diversos cargos en el partido. He sido Consejera Ciudadana Autonómica y Estatal. Del 2015 al 2020 fui diputada en la Asamblea de Madrid y ahora soy Directora del Instituto de la Mujer. Sigo prefiriendo Facebook a cualquier otra red. Será la edad.
Tuve la inmensa suerte de ser la presidenta de la FELGTB en el periodo en que se aprobó el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. He dado lo mejor de mí al activismo, pero el activismo me lo ha devuelto con creces.
Estudié algo muy práctico, filología bíblica, así que me mido bien con la Iglesia Católica en su propio terreno, cosa que me ocurre muy a menudo porque soy atea y milito en la causa del laicismo.
El tiempo que no milito en nada lo dedico a escribir. He publicado libros de relatos, novelas, ensayos y poemarios. Colaboro habitualmente con diarios como www.eldiario.es o www.publico.es entre otros. Además colaboro en la revista feminista www.pikaramagazine.com, así como en otros medios. Doy algunas clases de género, conferencias por aquí y por allá, cursos…El útimo que he publicado ha resultado polémico pero, sin embargo es el que más satisfacciones me ha dado. Este es “Lactancia materna: Política e Identidad” en la editorial Cátedra.

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